De Luz y Color Cuando tenía cinco años unos vecinos al mudarse le dejaron a Ramón y a su hermanito Antonio una casa de perro con un techo empinado y una puerta redondeada y una ventana cuadrada. Era una casa de perro grande, maciza y si él se paraba en medio hasta había un poquito de espacio demás. El padre de Ramón seguido se encontraba fuera. José Filiberto Gutiérrez mantenía a su familia vendiendo artículos escolares, brillantina, pomadas, aceite de olivo, hilazas y otras nociones y novedades en lugarcillos distantes llamados Canutillo, Deming, Fabens, Fresnillo, Mesilla, Mimbres, Santa Rita, Silver City. Se llamaba a sí mismo J. F. Gutiérrez y Cía. La compañía, Ramón concluyó, era su madre Clara y su abuela y abuelo, tías y tíos quienes ponían las etiquetas en las botellitas de brillantina, roja (perfumada de rosas) y amarilla (perfumada de jazmín.) Siempre había botellas en la casa: las botellas aplastadas, encarrujadas para la brillantina, las botellas esbeltas con una bomba arriba y una bomba abajo para el aceite de olivo y otras de formas más o menos interesantes. Ramón amaba estas botellas algunas veces más pero nunca menos que su caja grande de crayones de cera cuyas puntas finas guardaba celosamente y que olían como ninguna vela bendita de la iglesia podría oler. Su padre hasta le construyó unas repisas en la casa de perro para que Ramón colocara sus botellas favoritas. Unos de esos días del desierto inspirados por Dios después de las Pascuas floridas cuando el sol es una mezcla de oro y de plata, Ramón se escabulló de la casa mientras su madre y hermano dormían la siesta. Se llevó unas flores de papel crepé brillantemente coloridas que su madre le había regalado y unas tabletas de colorante para huevos que había guardado del Sábado de Gloria pasado. Otro tesoro esas pastillas de colorante para huevos, grandes y pegadas en una hoja de papel con instrucciones, en inglés así que no podía descifrar ni una palabra. Pero de todos modos sabía. Amaba las infusiones que hacían y sus olores en agua y vinagre y como teñían las tazas de china blancas en que se sumergían los huevos. Y siempre protestaba cuando su padre o su madre insistían en vaciarlas en el fregador de la cocina, cuidadosos de no salpicar la porcelana blanca. Ramón llenó todas sus botellas con agua de la manguera del corral y forzó migas de colorante para huevos y bolitas de papel crepé en sus gargantas estrechas. Tuvo cuidado de mantener algunas puras de contaminación una por la otra. Con algunas experimentó, aunque sabía algunas cosas que evitar. (Había aprendido que tenía que mantener secos los colorantes para huevo que guardaba porque si les llegaba agua, sucedían cosas extrañas: algunas hermosamente extrañas como cuando el verde se tocaba con el azul, pero algunas aburridamente extrañas como cuando el morado se topaba con el amarillo.) Cuando acabó, arregló todas las botellas (con los años se hicieron cientas) en las repisas que su padre le había hecho y se paró en el rincón más lejano cerca de la puerta de la casa de perro. Y el tiempo cesó. Como sabemos que lo hace en los días inspirados por Dios. Y la luz entró de un modo preciso. Como lo hace cuando la luz es una epifanía. Y se derramó por todos aquellos colores en sus botellas y él supo que eran más puros que las ventanas de vidrios coloridos en la misa de once. * * * Después, esto fue una medida de la felicidad mezclada con otras cosas: los más dichosos momentos con su padre, su madre, sus hermanos; la risa de su abuela; un momento robado de borrachera con su mejor amigo en el cuarto de rayos X del hospital naval; pintarse de su clase de psicología con su amor Genoveva (Genny a sus amigos gringos); la ceremonia de té, años después, con su otro amor Doris. Y con sus ambiciones. Sería pintor y cuando tenía quince, en una manda familiar a la Basílica de Guadalupe, embriagado de murales, le prometió un retablo para uno de sus altares menores. Pero, no, su madre y su padre le hicieron saber, esto no era práctico. Bueno, dijo, farmacia, creyendo que era la química lo que le atraía. Pero probablemente eran los frascos, redomas, alambiques, retortas llenos de pociones, infusiones, jarabes, tinturas, elíxires, cada uno de distinto color para ser arreglados en las repisas de la botica. Confundió la curación con el color y después de la escuela secundaria decidió que la farmacia no era suficientemente a mbiciosa y se encaminó a hacerse médico—y tal vez sacerdote además. Después de la marina, acabados sus estudios universitarios, cuando fue aceptado en la escuela de medicina, decidió en vez enseñar—y escribir. Y se tomaron muchos, muchos años después para que sospechara que a la raíz de que fuera poeta estaba la paciencia de forzar pastillas y pedacitos de papel crepé en las bocas estrechas de botellas de brillantina llenas de agua para que los colores precisos y difusos sangraran contra la luz.Of Color & Light When he was five, some neighbors, moving away, left Ramón and his little brother Antonio a dog house with a peaked roof and a door rounded on the top and a square window. It was a large, sturdy, dog house and if he stood in the middle there was even a little room to spare. Ramón's father was often away. José Filiberto Gutiérrez made the family living by selling school supplies, brilliantine, pomade, olive oil, threads and other notions and novelties in distant little places called Canutillo, Deming, Fabens, Fresnillo, Mesilla, Mimbres, Santa Rita, Silver City. He called himself J. F. Gutiérrez & Co. The company part, Ramón concluded, were his mother Clara and his grandmother and grandfather, aunts and uncles who affixed the labels on the little bottles of brilliantine, red (scented with roses) and yellow (scented with jasmine.) There were always bottles about the house: the flat, fluted bottles used for the brilliantine, the slender bottles with a bulb at the top and a bulb at the bottom used for the olive oil, and others of more or less interesting shapes. Ramón loved these bottles sometimes more but never less than he did his large box of Crayolas whose fine points he jealously guarded and which smelled like no blessed church candle ever could. His father even built him shelves in the dog house so Ramón could arrange his favorite bottles. One of those god-inspired days of the desert just after Easter when the sun is an alloy of silver and gold, Ramón snuck from the house while his brother and mother slept the siesta. He took with him some bright crepe- paper flowers his mother had given him and some egg-coloring tablets he'd hoarded from the Holy Saturday past. Another treasure, these egg- coloring pills, large and glued to a sheet of paper with instructions, in English so he could not make out even one word. But he knew anyway. He loved the infusions they made and their smell in water and vinegar and how they stained the white china cups in which the eggs were dipped. And he always objected when his mother or father insisted on emptying them into the kitchen sink, careful not to splatter the white porcelain. Ramón filled all his bottles with water from the back yard hose and forced crumbs of egg-coloring and pellets of crepe-paper down their tight throats. Some he was careful to keep pure of contamination one by another. With some he experimented, though he knew some things to avoid. (He had learned he must keep the egg-colors he hoarded dry, for if water got to them strange things happened: some lovely strange as when green was touched with blue, but some just plain boring strange like when purple ran into yellow.) After he finished, he arranged all his bottles (with the years they grew to hundreds) on the shelves his father had made him and he stood back near the far corner by the dog house door. And time stopped. As we know it does on god-inspired days. And the light came in just right. As it does when light is an epiphany. And it poured through all those colors in the bottles and he knew them to be more pure than the stained glass windows at 11:00 o'clock mass. * * * Later this became a measure for happiness mixed up with other things: the happiest moments with his father, his mother, his brothers; his grandmother's laugh; a stolen moment of drunkenness in the Navy hospital X-ray room with his best buddy; cutting psychology class with his love Genoveva (Genny to their gringo friends); the tea ceremony, years later, with his other love Doris. And with his ambitions. He would be a painter and in his fifteenth year, on a family pilgrimage to the Basílica de Guadalupe, drunk on murals, he promised her a painting for one of her side altars. But, no, his mother and father gave him to understand, this was not realistic. Okay, he said, pharmacy, thinking it was chemistry that drew him. But it was probably the flasks, vials, alembics, retorts filled with potions, infusions, syrups, tinctures, elixirs, each differently colored, to be arranged on the drug store shelves. He confused the healing for the color and after high school decided pharmacy was not ambitious enough so he set out to become a doctor—and perhaps a priest to boot. After the navy, college completed, when he was accepted to medical school he decided instead to teach— and to write. And it took many, many years later for him to suspect that at the roots of his being a poet was the patience of cramming pastilles and bits of crepe-paper into the narrow mouths of brilliantine bottles full of water so that the precise and diffuse colors would bleed against the light.