Luna en el espacio Hojeando un libro de fotografías tomadas desde el espacio, volteo a las imágenes de la Luna. Yo que soy del desierto jamás he visto un desierto tan yermo, de tan uniforme un gris-blanco. Nuestra única parentela que constituye la Luna son nuestros hermanos los minerales, nuestras hermanas las piedras; pero ¿donde está el hierro que le diera una sugestión de sonrojo a esos cráteres precipitosos, el cobre que le diera un toque de azul-verde a esos mares vastos y áridos, el azufre que le diera un tinte de amarillo a esos llanos desolados, ese desierto de fantasía color de ceniza? Aun los trajes de los buceadores del espacio son del mismo gris plateado caminando laboriosamente sobre el suelo virgen dejando sus rastros incoloros, la única pizca de color el rojo y el azul en el retazo de tela que llevan para reclamar en nombre de su secta ese territorio gris de la Luna. Volteando la página me asombra la imagen de una salida de la Tierra sobre el horizonte curvo de la Luna, una gran joya de turquesa y jade, lapislázuli, perla, cornerina redondeada en su rodar por las corrientes del espacio. El Himalaya, los Andes aplanados, los continentes borrados por el velo delicado de la atmósfera terrestre, no hay fronteras. Es de una pieza y es muy pequeña, muy frágil contra la totalidad del negro terciopelo. No se oye el estruendo de las guerras que arden en la Tierra, los gritos de los heridos, de las madres desoladas. Ni el clamor, los cantos de las bodas y los carnavales. Son solamente nuestros. Nuestro es el herir de la Tierra. La luna no tiene agua para lágrimas. Cerrando el libro, volteo a la Luna plena en mi ventana. Es más bella desde esta distancia, pienso, y suya es la belleza de los espejos, una belleza decidida por la luz que reflejan. Alumbra la noche con su faz desolada y es amada porque es testigo. Pobre Luna, allí no hay arcos iris; su grandísima ansia perturba todo lo que contiene agua en la tierra y en gran medida la amamos por la inquietud que nos causa en la sangre. Moon in Space Leafing through a book of photographs taken from space, I turn to the pictures of the Moon. I who am from the desert have never seen images of a desert so stark, of so uniform a gray-white. Our only relations that make up the Moon are our brothers the minerals, our sisters the stones; but, where is the iron to give a hint of a blush to those precipitous craters, the copper to give a touch of blue-green to those vast and arid seas, the sulfur to give a tinge of yellow to those desolate plains, that fantasy desert the color of ash? Even the suits of the space-divers are of that same silver-gray as they trudge on the virgin ground leaving their colorless tracks, the only speck of color the red and the blue on the little remnant of cloth they carry to stake claim for their sect to that gray territory of the moon. Turning the page I am astounded by an image of an Earth-rise over the curved horizon of the Moon, a great gem of turquoise and jade, lapis lazuli, pearl, carnelian, rounded in its tumbling in the currents of space. The Himalayas, the Andes flattened, the continents blurred by the delicate veil of the terrestrial atmosphere, there are no borders. It is a whole and it is very small, very fragile against the total velvet-black. The sounds of the wars that rage on the Earth are not heard, the cries of the wounded, of the mothers bereft. Nor are the shouts, the songs of weddings and carnivals. Those are only ours. Ours is the wounding of the Earth. The moon has no water for tears. Closing the book, I look up to the full Moon in my window. She is more beautiful from this distance, I think, and hers is the beauty of mirrors, a beauty determined by the light they reflect. She lights the night with her desolate face and is loved because she is witness. Poor Moon, there are no rainbows there; her huge longing disturbs all that holds water on the Earth, and we love her in great measure for the disquiet she causes in our blood.