Rafael Jesús González





Luna en el espacio

Hojeando un libro de fotografías tomadas desde el espacio, volteo a las 
imágenes de la Luna. Yo que soy del desierto jamás he visto un desierto 
tan yermo, de tan uniforme un gris-blanco. Nuestra única parentela que 
constituye la Luna son nuestros hermanos los minerales, nuestras 
hermanas las piedras; pero ¿donde está el hierro que le diera una 
sugestión de sonrojo a esos cráteres precipitosos, el cobre que le diera un 
toque de azul-verde a esos mares vastos y áridos, el azufre que le diera 
un tinte de amarillo a esos llanos desolados, ese desierto de fantasía 
color de ceniza? 

Aun los trajes de los buceadores del espacio son del mismo gris plateado 
caminando laboriosamente sobre el suelo virgen dejando sus rastros 
incoloros, la única pizca de color el rojo y el azul en el retazo de tela que 
llevan para reclamar en nombre de su secta ese territorio gris de la Luna. 

Volteando la página me asombra la imagen de una salida de la Tierra 
sobre el horizonte curvo de la Luna, una gran joya de turquesa y jade, 
lapislázuli, perla, cornerina redondeada en su rodar por las corrientes del 
espacio. El Himalaya, los Andes aplanados, los continentes borrados por 
el velo delicado de la atmósfera terrestre, no hay fronteras. Es de una 
pieza y es muy pequeña, muy frágil contra la totalidad del negro 
terciopelo. 

No se oye el estruendo de las guerras que arden en la Tierra, los gritos de 
los heridos, de las madres desoladas. Ni el clamor, los cantos de las 
bodas y los carnavales. Son solamente nuestros. Nuestro es el herir de la 
Tierra. La luna no tiene agua para lágrimas. 

Cerrando el libro, volteo a la Luna plena en mi ventana. Es más bella 
desde esta distancia, pienso, y suya es la belleza de los espejos, una 
belleza decidida por la luz que reflejan. Alumbra la noche con su faz 
desolada y es amada porque es testigo. Pobre Luna, allí no hay arcos iris; 
su grandísima ansia perturba todo lo que contiene agua en la tierra y en 
gran medida la amamos por la inquietud que nos causa en la sangre.


Moon in Space

Leafing through a book of photographs taken from space, I turn to 
the pictures of the Moon. I who am from the desert have never seen images 
of a desert so stark, of so uniform a gray-white. Our only relations that 
make up the Moon are our brothers the minerals, our sisters the stones; 
but, where is the iron to give a hint of a blush to those precipitous 
craters, the copper to give a touch of blue-green to those vast and 
arid seas, the sulfur to give a tinge of yellow to those desolate plains, that 
fantasy desert the color of ash? 

Even the suits of the space-divers are of that same silver-gray as they 
trudge on the virgin ground leaving their colorless tracks, the only speck 
of color the red and the blue on the little remnant of cloth they carry to 
stake claim for their sect to that gray territory of the moon. 

Turning the page I am astounded by an image of an Earth-rise over the 
curved horizon of the Moon, a great gem of turquoise and jade, lapis 
lazuli, pearl, carnelian, rounded in its tumbling in the currents of space. 
The Himalayas, the Andes flattened, the continents blurred by the 
delicate veil of the terrestrial atmosphere, there are no borders. It is a 
whole and it is very small, very fragile against the total velvet-black. 

The sounds of the wars that rage on the Earth are not heard, the cries of 
the wounded, of the mothers bereft. Nor are the shouts, the songs of 
weddings and carnivals. Those are only ours. Ours is the wounding of 
the Earth. The moon has no water for tears. 

Closing the book, I look up to the full Moon in my window. She is more 
beautiful from this distance, I think, and hers is the beauty of mirrors, a 
beauty determined by the light they reflect. She lights the night with her 
desolate face and is loved because she is witness. Poor Moon, there are 
no rainbows there; her huge longing disturbs all that holds water on the 
Earth, and we love her in great measure for the disquiet she causes in our 
blood.