Rafael Jesús González





Celeste Rueda de Oración

Había un hombre, no sabio pero prodigioso con su corazón, liberal con 
sus bendiciones. Donde quiera que iba dejaba pedazos del corazón aquí 
y allá. Le llamaban tonto por entregar así su corazón, por ser tan libre 
con sus bendiciones. (No le importaba gran cosa porque creía que había 
cosas mucho más peores que ser.)

A través de los años, las personas, los seres (no decir los lugares) que 
tenían derecho a su corazón aumentaron hasta ser demasiados para 
visitar. ¡Ay! jamás podría viajar el mundo para bendecir a cada uno de 
ellos; los días eran demasiado cortos para escribirles cartas a cada uno 
de ellos; en verdad, las noches eran demasiado cortas para rezar por cada 
uno de nombre.

A lo más, recitaba sus nombres como una letanía y poco a poco esa 
letanía se convirtió en su rezo. Pero se adormecía y antes de que dijera la 
media, la tercera, la cuarta, la quinta parte de la lista, el sol lo 
despertaba.

Recurrió a escribir los nombres de cada uno y los colocó sobre su altar 
ante el cual hacía sus ritos. Pero pronto no había lugar para sus 
imágenes, sus talismanes, sus jícaras de ofrenda, su sahumador, sus 
plumas sagradas. 

Entonces, aprendiendo de los Lamas del alto Tibet, obtuvo una inmensa 
rueda de oración en la cual colocó su letanía de nombres. Pero no era 
hombre fuerte y sólo podía voltear la rueda a lo más cinco veces, cuatro, 
tres, dos, una — y al fin ni una.

Llegó tiempo que en ocasión de la luna plena, recogía los nombres y 
señas electrónicas de los que pudiera y les enviaba en la red del espacio 
electrónico un poema que decía así: 

                                         Esta noche la luna es
                                            una rueda de rezo de plata
                                         en las alturas del cielo
                                         rodada por los ángeles.

                                         Escucha bien:
                                         cada rodar
                                         te envía bendición.

Y luego (bendiciendo a familia, amigos, colegas de muchos años, a los 
que ocupado un breve espacio en su vida, a algunos con quienes se había 
encontrado por sólo un momento, tal vez en una ciudad extraña; a los 
con quienes, sin nombre, solamente había compartido una mirada que 
dejó una marca profunda en su corazón, su memoria) volvía hacia la 
luna plena, intentaba vaciar su mente de pensamientos, y permitía a los 
ángeles su voltear, voltear de la rueda.

Así pasó que en noches de luna plena se sentaría en contemplación e 
imaginaría que la luna era una inmensa rueda de oración que contenía 
los nombres de todos los que él anhelaba bendecir rodada por los 
ángeles. Su alma coyote (su nagual) aullaba a la luna y él se imaginaba 
que su rodar celeste repercutía su aullido de rezo, de bendición hacia 
cada uno que tuviera un pedazo de su necio corazón. 


Celestial Prayer-Wheel

There was a man, not wise but prodigious with his heart, liberal with his 
blessings. Everywhere he went he left pieces of his heart here and there. 
They called him fool for thus giving his heart away, for being so free 
with his blessings. (He didn’t much mind for he thought that there were 
far worse things to be.)

Through the years, the persons (not to mention the places) who laid 
claim to his heart grew to be too many to visit. Alas, he could not travel 
over the world to bless each one; the days were too short to write them 
each a letter; in fact, the nights were too short to pray for each of them 
by name.

At best he would recite their names like a litany and gradually this litany 
became his prayer. But he would grow sleepy and before he had said a 
half, a third, a fourth, a fifth the list, the sun would wake him.

He took to writing out the names of each and placed them on his altar 
before which he would perform his rites. But soon there was no room for 
his images, his power-objects, his offering bowls, his incense burner, his 
prayer-feathers.

So, learning from the Lamas of high Tibet, he obtained a huge prayer-
wheel in which he put his litany of names. But he was not a strong man 
and he could only turn the wheel at most five times, four, three, two, one
— and finally not at all. 

A time came when on occasion of the full moon he would gather the 
names and electronic signs of those he could and send them in the net of 
electronic space a poem that read like this: 

                                        Lunar Prayer-Wheel

                              The moon tonight is 
                               a silver prayer-wheel
                                  in the heights of heaven
                               turned by the angels.

                               Listen closely:
                               each spin
                               sends you blessing.  

And then (blessing family, friends, colleagues of many years; ; 
those who had occupied a brief space in his life; some encountered for but a 
moment, perhaps in a strange city; those with whom, nameless, he had
 merely exchanged a glance that left a deep mark in his heart, his 
memory) he would turn to the full moon, attempt to empty his mind of 
thoughts, and let the angels do their turning, their turning of the wheel.

Thus came to be that on nights of the full moon, he would sit in 
contemplation and fancy the moon to be a huge prayer-wheel, containing 
the names of all he could ever bless, turned by the angels. His coyote 
soul (his nagual) would howl to the moon and he fancied that its 
celestial spin echoed his howl of prayer, of blessing to each who held a 
piece of his foolish heart.